Hoy, lunes, tenía que dar una clase de cine español a un grupo de estudiantes extranjeros de California. Y, al regresar de mi trabajo hacia mi clase, iba observando la ciudad, mi ciudad, Salamanca, la ciudad universitaria por excelencia.
A pesar de que el día ha comenzado gris y frío, la tarde sacó toda la belleza de Salamanca, con el sol del atardecer iluminando las piedras de sus edificios renacentistas. Un auténtico sol de primavera que te obligaba a quitarte el abrigo y dejarte en manga corta.
Llegué a la Universidad, tantas veces pisada, y allí estaba, su fachada dorada, llena de las lágrimas talladas que los canteros dejaron. El rostro de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, severos, mirando a los estudiantes que flanqueaban sus puertas; los escudos del emperador, el águila imperial y el águila bicéfala; el Papa escoltado por las esculturas de Adán y Evá agotados por ser expulsados del Paraíso, figuras retorcidas que nos recuerdan nuestra condena de este mundo...
Y la rana, esa rana única, pero replicada en la puerta de la universidad en tachones metálicos, mira seria desde el rostro sonriente de una calavera de tres, el rostro de la muerte. Una simple advertencia al viajero licencioso que levanta los ojos hacia su pilar, que esa rana (¿o más bien sucio sapo?) domina sin misericordia pensando: "Ay del estudiante, ay de áquel que lleve una vida de licencias... lo esperaré acompañado de Venus, y que mire el rostro que le espera."